Como en los tiempos de Adam Smith, el Estado favorece a algunas corporaciones a través de regulaciones, impuestos, subsidios y licencias.Para los que no somos estadounidenses resulta a veces difícil entender a Donald Trump porque habla y escribe en lo que el filósofo británico Bertrand Russell llamaba “manchitas de color”: microconceptos que tienen que ser armados como un rompecabezas para con ellos formar una visión de conjunto coherente e inteligible.
Para mí —un economista sudamericano que trabaja en todo el mundo tratando de mejorar el capitalismo como instrumento de inclusión y de adaptar la tecnología blockchain para ese fin—, el cuadro que Trump parece estar pintando es que el pueblo y la economía de Estados Unidos se ven frenadas por élites, con privilegios obtenidos de un gobierno corrupto que hace mal uso de la globalización y la inmigración sin contener el terrorismo. Estos son problemas que aquellos que estamos fuera de Norteamérica y Europa —el 90% de la población mundial— también enfrentamos.
Todos tenemos interés en reparar la noble empresa de la globalización, que desde la Segunda Guerra Mundial está haciendo posible que los pueblos de todo el globo se conozcan mejor y se beneficien a través de mercados libres. Al aceptar la nominación del partido republicano a la presidencia, Trump dijo que “el americanismo será nuestro credo, no el globalismo”. Tal vez no tenía presente que el mundo fuera de los Estados Unidos enfrenta retos similares. Al echar la culpa de esos retos a los competidores económicos de Estados Unidos está abandonando el liderazgo global de su país.
Pero si Estados Unidos se distancia del mundo, otro líder surgirá. El presidente chino, Xi Jinping, estuvo feliz de poder declarar recientemente a los participantes en la reunión de APEC en la ciudad en la que vivo, Lima, que su país apoyaría a todos aquellos que quieran mantener abiertos los mercados globales. Los delegados, venidos de países lejanos, se pusieron de pie para aplaudirlo.
Juntando las manchitas de color del Sr. Trump, veo que su enemigo real no es el globalismo sino el mercantilismo, la primera manifestación del capitalismo que prevaleció en Europa de los siglos XVI al XIX, conocida también com el “capitalismo enchufista” o “no incluyente”. Adam Smith y otros modernizadores libraron batalla contra los gobiernos mercantilistas por conferir derechos especiales a élites productoras o consumidoras, mediante complejas reglamentaciones, subsidios, rescates, impuestos, licencias y tratados bilaterales que les daban acceso a mercados globales de gran escala o a la importación de mano de obra barata.
Con el tiempo el mercantilismo se redujo significativamente. Pero en el siglo XXI ha resurgido con fuerza. Reaparece, entre otros medios, a través de complejos acuerdos bilaterales de comercio que seguramente son mejores que la ausencia total de comercio, pero que se encuentran repletos de laberintos por los cuales se filtran intereses especiales para capturar plusvalía y meter mano de obra barata de contrabando.
El “Plan de acción de 100 días para recuperar la grandeza de Estados Unidos” del Sr. Trump propugna la creación de “equipos especiales” para identificar y cerrar los recovecos por los cuales se conceden privilegios por medio de complejos acuerdos de comercio. Si esto se hiciera correctamente, podría favorecer el comercio y traer mayores beneficios a más gente.
Hoy en día, con cada vez más frecuencia, estos mismos acuerdos comerciales se ven cuestionados en países en desarrollo no por los gobiernos, sino por las personas excluidas de los privilegios que confieren. ¿Por qué está ocurriendo esto ahora? Porque tras la derrota del comunismo, hace 27 años, la gente de a pie espera beneficiarse de los acuerdos comerciales internacionales directamente. Pero ven que, como fruto de políticas mercantilistas, a ellos solo les toca el asistencialismo, la caridad y las mesas de negociación.
Lo que no consiguieron —y lo que más necesitan para beneficiarse de la globalización— son los derechos de formar compañías que puedan emplear talento y construir jerarquías gerenciales fuera de la familia o del linaje tribal. No consiguieron la propiedad o los derechos intelectuales de dividir y proteger su patrimonio, y ofrecerlos para obtener capital de inversión y crédito. Tampoco consiguieron los certificados transferibles para combinar esos derechos de generar plusvalía, capturarla, almacenarla y monetizarla. Ahora emigran indocumentados a Estados Unidos y a Europa, invaden las ciudades y están condenados a cachuelear para ganarse la vida, recurrir a la criollada para obviar trámites, cuando no alimentan las filas del crimen o el terrorismo.
Jagdish Bhagwati, economista de la Universidad de Columbia, lamenta que los tratados de libre comercio bilaterales den a sus socios el derecho de excluir y discriminar contra aquellos países que no están incluidos en el acuerdo. Y que sustituyan a los acuerdos multilaterales globales, cuyos beneficios eran automáticamente compartidos por todos los países. Bhagwati dice que esta situación produce una “palangana de spaghetti” de reglamentos, ejércitos de abogados y nuevas élites organizadas para de cortar la maraña.
En la Francia del siglo XVIII, seis volúmenes de reglamentos del comercio de textiles llevaron a la ejecución de 16,000 comerciantes que no podían cumplirlos. La Primavera Árabe recuerda el tortuoso pasado del mercantilismo europeo, pues se desencadenó a principios de 2011, cuando un centenar de empresarios de la región intentaron inmolarse, cada uno por su lado, para protestar porque no se les permitía hacer negocios. El primero fue Mohamed Bouazizi, un vendedor de fruta tunecino que murió —vistiendo zapatillas de estilo occidental, bluejeans, una T-shirt y una casaca de cuero— protestando la expropiación de su mercadería.
Como Bouazizi, los estadounidenses frustrados que votaron por el Sr. Trump son víctimas no de la globalización sino del mercantilismo. La pregunta de fondo es si la administración del Sr. Trump va a poder juntar sus manchitas de color y con ellas producir un cuadro grande y significativo, no solo para los Estados Unidos sino para el mundo.
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Para los que no somos estadounidenses resulta a veces difícil entender a Donald Trump porque habla y escribe en lo que el filósofo británico Bertrand Russell llamaba “manchitas de color”: microconceptos que tienen que ser armados como un rompecabezas para con ellos formar una visión de conjunto coherente e inteligible.
Para mí —un economista sudamericano que trabaja en todo el mundo tratando de mejorar el capitalismo como instrumento de inclusión y de adaptar la tecnología blockchain para ese fin—, el cuadro que Trump parece estar pintando es que el pueblo y la economía de Estados Unidos se ven frenadas por élites, con privilegios obtenidos de un gobierno corrupto que hace mal uso de la globalización y la inmigración sin contener el terrorismo. Estos son problemas que aquellos que estamos fuera de Norteamérica y Europa —el 90% de la población mundial— también enfrentamos.
Todos tenemos interés en reparar la noble empresa de la globalización, que desde la Segunda Guerra Mundial está haciendo posible que los pueblos de todo el globo se conozcan mejor y se beneficien a través de mercados libres. Al aceptar la nominación del partido republicano a la presidencia, Trump dijo que “el americanismo será nuestro credo, no el globalismo”. Tal vez no tenía presente que el mundo fuera de los Estados Unidos enfrenta retos similares. Al echar la culpa de esos retos a los competidores económicos de Estados Unidos está abandonando el liderazgo global de su país.
Pero si Estados Unidos se distancia del mundo, otro líder surgirá. El presidente chino, Xi Jinping, estuvo feliz de poder declarar recientemente a los participantes en la reunión de APEC en la ciudad en la que vivo, Lima, que su país apoyaría a todos aquellos que quieran mantener abiertos los mercados globales. Los delegados, venidos de países lejanos, se pusieron de pie para aplaudirlo.
Juntando las manchitas de color del Sr. Trump, veo que su enemigo real no es el globalismo sino el mercantilismo, la primera manifestación del capitalismo que prevaleció en Europa de los siglos XVI al XIX, conocida también como el “capitalismo enchufista” o “no incluyente”. Adam Smith y otros modernizadores libraron batalla contra los gobiernos mercantilistas por conferir derechos especiales a élites productoras o consumidoras, mediante complejas reglamentaciones, subsidios, rescates, impuestos, licencias y tratados bilaterales que les daban acceso a mercados globales de gran escala o a la importación de mano de obra barata.
Con el tiempo el mercantilismo se redujo significativamente. Pero en el siglo XXI ha resurgido con fuerza. Reaparece, entre otros medios, a través de complejos acuerdos bilaterales de comercio que seguramente son mejores que la ausencia total de comercio, pero que se encuentran repletos de laberintos por los cuales se filtran intereses especiales para capturar plusvalía y meter mano de obra barata de contrabando.
El “Plan de acción de 100 días para recuperar la grandeza de Estados Unidos” del Sr. Trump propugna la creación de “equipos especiales” para identificar y cerrar los recovecos por los cuales se conceden privilegios por medio de complejos acuerdos de comercio. Si esto se hiciera correctamente, podría favorecer el comercio y traer mayores beneficios a más gente.
Hoy en día, con cada vez más frecuencia, estos mismos acuerdos comerciales se ven cuestionados en países en desarrollo no por los gobiernos, sino por las personas excluidas de los privilegios que confieren. ¿Por qué está ocurriendo esto ahora? Porque tras la derrota del comunismo, hace 27 años, la gente de a pie espera beneficiarse de los acuerdos comerciales internacionales directamente. Pero ven que, como fruto de políticas mercantilistas, a ellos solo les toca el asistencialismo, la caridad y las mesas de negociación.
Lo que no consiguieron —y lo que más necesitan para beneficiarse de la globalización— son los derechos de formar compañías que puedan emplear talento y construir jerarquías gerenciales fuera de la familia o del linaje tribal. No consiguieron la propiedad o los derechos intelectuales de dividir y proteger su patrimonio, y ofrecerlos para obtener capital de inversión y crédito. Tampoco consiguieron los certificados transferibles para combinar esos derechos de generar plusvalía, capturarla, almacenarla y monetizarla. Ahora emigran indocumentados a Estados Unidos y a Europa, invaden las ciudades y están condenados a cachuelear para ganarse la vida, recurrir a la criollada para obviar trámites, cuando no alimentan las filas del crimen o el terrorismo.
Jagdish Bhagwati, economista de la Universidad de Columbia, lamenta que los tratados de libre comercio bilaterales den a sus socios el derecho de excluir y discriminar contra aquellos países que no están incluidos en el acuerdo. Y que sustituyan a los acuerdos multilaterales globales, cuyos beneficios eran automáticamente compartidos por todos los países. Bhagwati dice que esta situación produce una “palangana de spaghetti” de reglamentos, ejércitos de abogados y nuevas élites organizadas para de cortar la maraña.
En la Francia del siglo XVIII, seis volúmenes de reglamentos del comercio de textiles llevaron a la ejecución de 16,000 comerciantes que no podían cumplirlos. La Primavera Árabe recuerda el tortuoso pasado del mercantilismo europeo, pues se desencadenó a principios de 2011, cuando un centenar de empresarios de la región intentaron inmolarse, cada uno por su lado, para protestar porque no se les permitía hacer negocios. El primero fue Mohamed Bouazizi, un vendedor de fruta tunecino que murió —vistiendo zapatillas de estilo occidental, bluejeans, una T-shirt y una casaca de cuero— protestando la expropiación de su mercadería.
Como Bouazizi, los estadounidenses frustrados que votaron por el Sr. Trump son víctimas no de la globalización sino del mercantilismo. La pregunta de fondo es si la administración del Sr. Trump va a poder juntar sus manchitas de color y con ellas producir un cuadro grande y significativo, no solo para los Estados Unidos sino para el mundo.