El Papa Francisco oficiará una misa, este 17 de febrero, en la frontera entre Estados Unidos y México, entre El Paso y Juárez. Seguramente aprovechará la oportunidad para exhortar a que se brinde apoyo a los pobres de México y a aquellos que han emigrado a Estados Unidos.
Eso fue lo que hizo en su emotivo discurso del pasado mes de setiembre en el Madison Square Garden de Nueva York, cuando pidió a su auditorio ayudar “a todos aquellos que parecen no tener cabida o que son ciudadanos de segunda clase, porque no tienen derecho a estar allí”, refiriéndose a los 11 millones de inmigrantes indocumentados en EE UU.
Sin embargo, el problema de los indocumentados no afecta exclusivamente a EE UU. Su ámbito es muchísimo mayor: 5.000 millones de los habitantes del mundo carecen de la documentación necesaria para establecerse en un determinado lugar, ser propietarios de sus bienes y utilizarlos para prosperar.
En concreto, solamente 2.300 millones de personas en el mundo tienen la documentación que los protege y les permite aprovechar sus derechos. Este guarismo incluye a mil millones que radican en occidente, en Japón y Singapur y en países similares, y a otros mil millones de habitantes de zonas occidentalizadas de países en desarrollo o que pertenecieron a la órbita soviética.
Durante su visita a México, el Papa, quien encarna la compasión para toda la cristiandad, no sólo debe mirar al Norte para abogar por los 11 millones de inmigrantes indocumentados, sino que también debe mirar al Sur, instando al gobierno mexicano a que haga algo respecto de los 10 millones de hogares en zonas urbanas, los 137 millones de hectáreas y los 6 millones de empresas mexicanas cuya documentación insuficiente hace que no puedan ser apalancadas ni aprovechar economías de escala y después debe mirar hacia el oriente y occidente y abogar por los derechos que carecen los cinco mil millones restantes.
De hacerlo resolverá el impasse entre su compasión para con los oprimidos y la preocupación de EE UU por blindar sus fronteras. ¿Por qué? Porque así hará que el problema de los indocumentados trascienda la esfera del derecho público internacional -que defiende el derecho soberano de EE UU y de cualquier país a cerrar sus fronteras- y lo colocará dentro del marco del derecho fundamental de las personas –sancionado por la Constitución de EE UU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos– a vivir en paz y prosperar dentro de las fronteras de su propiedad. También esclarecerá por qué tantos de nuestros pobres migran hacia el Norte en busca de ese derecho.
El hecho es que estar debidamente documentado permite que los beneficiarios y sus bienes puedan rendir mucho más. En EE UU por ejemplo, la tierra y los edificios no solamente funcionan como refugios sino también como terminales confiables que sirven para identificar a las personas de tal manera que puedan ser sujetos de crédito, transformar sus bienes en capital y recibir servicios públicos tales como energía, agua, desagüe, teléfono, servicios por cable.
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